En un reciente artículo, afirmaba que “es la acción organizada de las personas la que cambia el mundo”, y así lo creo firmemente.
La historia nos lo demuestra en cada una de las grandes causas vinculadas a los derechos humanos, económicos, sociales y políticos… Así ha sido en la lucha contra la esclavitud, por el derecho al voto de las mujeres, por las 8 horas de jornada laboral, contra la guerra y el militarismo, por el cuidado de la naturaleza o la igualdad de las personas homosexuales, etc., etc., etc.
Detrás de todas estas causas, y de muchas otras, podemos encontrar fácilmente a los grupos de personas, inicialmente pequeños, que sumaron sus fuerzas y se organizaron para denunciar, sensibilizar, presionar, convencer, movilizar y conseguir, al fin (y con mucha paciencia), sus objetivos. Recomiendo con entusiasmo la película “Pride”, donde esto que afirmo se ve de forma clara y mucho más divertida.
Pero, en aquel artículo, ya apuntaba que se esconde una contradicción tras la suposición de que las personas, individualmente, no cambiamos el mundo.
Por una parte, porque fueron personas individuales las que iniciaron cada uno de esos movimientos, convenciendo y sumando a otras. Frederick Douglass, Emmeline Pankhurst, Mahatma Gandhi, Rosa Parks, Martin Luther King, Harvey Milk, Greta Thumberg… son los nombres de algunas de las precursoras y precursores que abrieron y abren camino a los grandes movimientos sociales.
Y la percepción es igualmente inexacta porque existe un error muy extendido cuando hablamos de “cambiar el mundo”: pareciera que el mundo se transforma por completo y de una sola vez, todo de golpe, pasando de negro a blanco en un instante.
Pero, tanto en el alcance como en el ritmo de los cambios sociales, lo cierto es que éstos se producen gradualmente, mediante “procesos”, a lo largo del tiempo -incluso en las “revoluciones”, que serían los cambios sociales más radicales y rápidos-, y difícilmente se producen en todas partes a la vez, sino que, como los incendios forestales, nacen en uno o varios puntos para extenderse después por todo el bosque.
Así pues, cada día, en la acción cotidiana y callada de las personas que trabajan por mejorar la vida de otras personas en su entorno más próximo, el mundo se transforma. Así ocurre con la acción de las personas que comparten lo que tienen con quienes tienen menos; o quienes hacen de la empatía, el respeto y el cuidado a todas las personas, un estilo de vida; o quienes protestan y denuncian el abuso y la injusticia con los más débiles; etc. La lista sería interminable.
Todas esas personas hacen que el mundo, pudiendo ser un espacio todavía más hostil para muchas personas, sea un entorno algo más fácil, más acogedor, más habitable. Y, además, cumplen un importante papel como “ejemplos” de otros valores, otras actitudes y conductas, otras formas de hacer las cosas. Son, en suma, agentes educadores de su entorno más cercano. Esas personas, por supuesto, cambian el mundo todos los días, aunque sus nombres raramente aparecerán en los medios de comunicación o los libros de historia.
Pero incluso, si pensamos en cambios sociales de mayor alcance, en la transformación de valores culturales, de estructuras sociales, en la conquista de nuevos derechos…lo que nos obliga -entonces si- a sumar y organizar las acciones individuales, es preciso recordar que las organizaciones no son (o no debieran ser) estructuras impersonales, “anónimas”, sino que, por el contrario -y como se subrayaba en aquel mismo artículo- deberían cuidar y poner en el centro a las personas que las forman, dedicarles toda la atención que merecen, incluso desde la perspectiva “interesada” de que las organizaciones lleguen a ser más eficaces y eficientes al contar con personas motivadas y satisfechas en su participación.
También decíamos en aquel artículo que muchas de las organizaciones sociales fracasan, se rompen, desaparecen precisamente por la incapacidad de las personas que las formamos para gestionar adecuadamente la diversidad y los conflictos, los egos, los desacuerdos, para superar los desánimos y construir la confianza y la comunicación que son condiciones necesarias para el éxito de cualquier proyecto colectivo.
Así pues, las personas son el centro de las organizaciones, su materia prima, su alma profunda, y el negarlo o ignorarlo, considerándolas un mero instrumento al servicio del objetivo final, no cambia este hecho. La única postura inteligente es reconocerlo y cuidar a las personas y sus relaciones para que las organizaciones funcionen.
Aunque, para quienes pretenden instrumentalizar a las personas y a las organizaciones en su propio beneficio, para preservar su propio poder personal o para imponer sin oposición sus propios valores y convicciones (aunque puedan enmascararlo como «cambiar el mundo»), es siempre mucho más fácil contar con personas sumisas e ignorantes, meros peones inconscientes del juego del poder.
Y, cuanto más profundizamos en la importancia clave de las personas dentro de las organizaciones -de todas las organizaciones- más conscientes nos hacemos de la complejidad de gestionar sus interacciones, su participación, la construcción de una auténtica inteligencia colectiva. No es nada fácil, y mucho menos en estos tiempos de organizaciones líquidas y explosión del desorden social.
Sin embargo, nos atrevemos a decir que no habrá un verdadero y profundo cambio en el mundo, mientras no cambien las organizaciones que han de prender y extender la llama del cambio social.
Si queremos construir un mundo basado en la solidaridad y la colaboración, en el reconocimiento de la diversidad y el respeto a todas las personas, nuestras organizaciones han de ser solidarias y colaborativas, diversas, empáticas y respetuosas, democráticas y participativas.
Digamos, no obstante, que las organizaciones sociales no cambiarán, mientras no cambiemos las personas que las formamos. Porque las organizaciones -recordémoslo de nuevo- somos las personas.
Las personas que formamos las organizaciones sociales en esta segunda década del siglo XXI, en nuestra inmensa mayoría, más allá de lo que somos capaces de reconocer, cargamos nuestra mochila de activistas repleta de desafíos e ilusiones, de potencialidades y compromiso, pero también de frustraciones, malos hábitos organizativos, clichés, estereotipos, zonas de confort, aprendizajes negativos de experiencias pasadas, egos sobrealimentados, ausencia de habilidades sociales, etc.
Las organizaciones, de las que tanto despotricamos y aborrecemos -y que, sin embargo, son imprescindibles para cambiar el mundo-, no son sino un espejo fiel de las personas que las formamos. Eso no quiere decir que quienes no forman parte de esas organizaciones estén libres de debilidades y carencias. A menudo sus equipajes vitales son los mismos, con la diferencia de que ni siquiera están dispuestas a abandonar su comodidad por la compleja -y a menudo ingrata- tarea de la construcción de las organizaciones sin las cuales el cambio social no es posible. Prefieren pasar de todo, seguir mirando en silencio desde la grada o criticando -con voces estridentes- los esfuerzos de quienes luchan torpemente por cambiar el mundo.
Pero, volviendo a las organizaciones y a las personas que las forman, parece imprescindible que cambiemos las personas para que cambien nuestras organizaciones sociales, de manera que éstas sean más capaces de cambiar el mundo.
Y eso significa que tenemos por delante la ingente tarea de desaprender muchas cosas y aprender otras muchas. Que hemos de incorporar nuevos valores, conocimientos y habilidades, relacionados con las causas que defendemos sí, pero también con la comunicación y la escucha, con la colaboración y el trabajo en equipo, con la gestión de los egos y de los conflictos, etc., etc.
Y todo ello nos lleva de nuevo, con una tozudez obsesiva, a la necesidad de cuidar a nuestras organizaciones, de dedicarles la atención y el tiempo que precisan para convertirse en instrumentos eficaces y eficientes de la transformación social, y, al mismo tiempo y de manera indisoluble, en espacios cuidadores que refuercen el bien sentir y el bienestar de las personas que las formamos.